domingo, 18 de diciembre de 2011

18 DE DICIEMBRE NUESTRA SEÑORA DE LA ESPERANZA, EXPECTACIÓN POR EL PARTO, NUESTRA SEÑORA DE LA O.

NUESTRA SEÑORA DE LA ESPERANZA, EXPECTACIÓN POR EL PARTO, NUESTRA SEÑORA DE LA O.



De la Virgen apocalíptica procede directamente otro tipo iconográfico, que es el de Nuestra Señora de la Esperanza, o de la O. Es una representación que, en toda su crudeza, propia de una época de mucha fe y poca aprensión, resulta ahora bastante rara. La fórmula de esta imagen la sugirió la mujer apocalíptica que había de dar a luz un niño. Un frontal pintado que se encuentra en el Museo Episcopal de Vich, comprueba este origen iconográfico. En él vemos a la Virgen expectante, sentada en un trono y rodeada de siete palomas que convergen hacia su seno, símbolos de los siete dones del Espíritu Santo. A su lado, y sentado también en un trono, aparece San Juan Evangelista, que con un grito de antífona de Adviento la identifica concretamente con la mujer de su visión apocalíptica. La Virgen con las siete palomas es frecuente en la iconografía cristiana, pero raramente se presenta en la forma en que aparece en dicho frontal. En la mayoría de los casos, las siete palomas están relacionadas con la Virgen que forma parte culminante del árbol de Jesé.

La representación de la Virgen en la espera del parto, denominada con el nombre de Nuestra Señora de la Expectación o de la Esperanza, se volvió frecuente a fines de la Edad Media, cuando se instituyó la fiesta de la Expectación de la Virgen, celebrada el 18 de diciembre.

Este tema parece haber sido particularmente popular en España y Portugal, donde las Vírgenes de este tipo llevan el nombre de Nuestra Señora de la O, sea a causa de la forma ovoidal de su vientre abombado, sea, de acuerdo con otra explicación tomada de la liturgia, porque en la semana precedente a la Navidad las antífonas cantadas en los oficios comienzan por la letra O.

Contrariamente a lo que afirman algunas corrientes historiográficas, según las cuales la Iglesia de Trento ordenó suprimir la imagen de la Santísima Virgen embarazada, por considerarla incómoda, lo cierto es que las representaciones de la Madre de Dios embarazada o amamantando son muy habituales en la iconografía cristiana.

Según consigna Mario Cecchetti en un interesante artículo publicado en Avvenire, las Vírgenes del Parto catalogadas en Europa, desde España hasta Escandinavia, son unas 80, aunque otros expertos elevan el número a unas 150 imágenes o tallas conocidas. Las reservas del Concilio tridentino, lejos del pretendido puritanismo que se les atribuye, se deberían más bien a prevención frente a ciertas herejías como la docetista, precisamente porque ésta negaba al Cristo verdaderamente humano.

Algunas imágenes podían dar pábulo a este tipo de interpretaciones, como la representación de la Virgen en el momento de la Anunciación (y por tanto, en el momento de la concepción) llevando en el seno a un niño de casi nueve meses (es decir, un embarazo desproporcionadamente avanzado).

Otra de las figuraciones controvertidas teológicamente eran aquellas que ponían en el seno de la Virgen a las tres Personas de la Santísima Trinidad, teoría que no explica adecuadamente el dogma de la Encarnación: María es Madre de Dios Hijo, pero no de Dios Padre ni de Dios Espíritu Santo.

El origen de la representación de la Virgen embarazada debe situarse, según algunos, en la iconografía oriental. La devoción a la Virgen en el inicio de su maternidad no reviste sólo un simple carácter sentimental; donde María acoge al Verbo, allí está representada la Iglesia, y también todo cristiano, cuando acoge el Anuncio de la Salvación y se deja fecundar por él.

sábado, 10 de diciembre de 2011

12 DE DICIEMBRE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE. NICAN MOPOHUA :Texto original de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego)

NICAN MOPOHUA



(Texto original de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego)

Relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe.

En orden y concierto se refiere aquí de qué maravillosa manera se apareció poco ha la siempre Virgen María, Madre de Dios, Nuestra Reina, en el Tepeyac, que se nombra Guadalupe. 

Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después se apareció su preciosa imagen delante del nuevo obispo don fray Juan de Zumárraga. También (se cuentan) todos los milagros que ha hecho.

PRIMERA APARICIÓN

Diez años después de tomada la ciudad de México se suspendió la guerra y hubo paz entre los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego según se dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales aún todo pertenecía a Tlatilolco.

Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitosos, sobrepujaba al del COYOLTOTOTL y del TZINIZCAN y de otros pájaros lindos que cantan.

Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: "¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el cielo?"

Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde procedía el precioso canto celestial y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: "Juanito, Juan Dieguito".

Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo al cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.

Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que se posaba su planta flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el arco iris.

Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.

Se inclinó delante de ella y oyó su palabra muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?" Él respondió: "Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor".

Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad, le dijo: "Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra.

Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.

Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído.

Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo".

Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: "Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo" Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a México.

Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle y pasado un buen rato vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo que entrara.

Luego que entro, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después de oír toda su plática y su recado, pareció no darle crédito; y le respondió: "Otra vez vendrás, hijo mío y t e oiré más despacio, lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido".

Él salió y se vino triste; porque de ninguna manera se realizó su mensaje.

SEGUNDA APARICIÓN

En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrillo y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera.

Al verla se postró delante de ella y le dijo: "Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no la tuvo por cierto, me dijo: "Otra vez vendrás; te oiré más despacio: veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido..."

Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es quizás invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado le encargues que lleve tu mensaje para que le crean porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro.

Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía". Le respondió la Santísima Virgen: "Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad.

Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por enero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido.

Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”. Respondió Juan Diego: ”Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino.

Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto”.

Luego se fue él a descansar a su casa. Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse en las cosas divinas y estar presente en la cuenta para ver enseguida al prelado.

Casi a las diez, se presentó después de que oyó misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora de Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.

El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era muy necesaria alguna señal; para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: “Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envía acá”. Viendo el obispo que ratificaba todo, sin dudar, ni retractar nada, le despidió.

Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente Tepeyácac, lo perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo.

Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera, le dijeron que no más le engañaba; que no más forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.

TERCERA APARICIÓN

Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: “Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso e creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo”.

Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió, porque cuando llegó a su casa, un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave.

Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que llevase la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo deprisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando”.

Luego, dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo.

CUARTA APARICIÓN

Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes.

La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde vas?” ¿Se apenó él un poco o tuvo vergüenza, o se asustó?.

Juan Diego se inclinó delante de ella; y le saludó, diciendo: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, venimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte.

Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda prisa”. Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó”.

(Y entonces sanó su tío según después se supo). Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba; a fin de que le creyera.

La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me vise y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; Enseguida baja y tráelas a mi presencia”.

Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas, exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo; estaban muy fragantes y llenas de rocío, de la noche, que semejaba perlas preciosas.

Luego empezó a cortarlas; las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo.

Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y admiraste; para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido”.

Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México: ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores.

Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían informado sus compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento.

Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él para ver lo que traía y satisfacerse.

Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que tría y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poco que eran flores, y al ver que todas eran distintas rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas.

Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no se veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.

Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo el señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. Enseguida mandó que entrara a verle.

Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad.

Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla.

Después me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío que luego fui a cortar.

Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. He las aquí: recíbelas”.

Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra Guadalupe.

Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y con el pensamiento.

El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la señora del Cielo.

Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo”.

Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo. No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse.

Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.

Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía.

Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho.

Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo; La que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor obispo para que le edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por ella que le había enviado a México a ver al obispo.

También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.

Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguara delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina del Tepeyácac, donde la vio Juan Diego.

El Señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo; la sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen.

La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.

jueves, 8 de diciembre de 2011

LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA 8 DE DICIEMBRE

LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA




"Dios inefable, cuyas vías son la misericordia y la verdad, cuya voluntad es omnipotencia y cuya sabiduría alcanza de uno a otro confín fuertemente y dispone todo con suavidad, habiendo previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilisima de todo el género humano que había de derivarse de la culpa de Adán, y habiendo determinado en el misterio escondido desde todos los siglos cumplir por la encarnación del Verbo la primera obra de su bondad con un misterio todavía más secreto, a fin de que el hombre, empujado a la culpa por la astucia de la diabólica iniquidad, no pereciese, contra su misericordioso propósito, y para que lo que había de caer en el primer Adán fuese más felizmente levantado en el segundo, eligió y señaló desde el principio, y antes de todos los siglos, a su unigénito Hijo una Madre, de la cual, habiéndose hecho carne en la feliz plenitud de los tiempos, naciese; y tanto la amó por encima de todas las criaturas, que solamente en ella se complació con señaladísima benevolencia..." 

Como nos lo indican las anteriores palabras de Pío IX, la concepción inmaculada de la Virgen María es un maravilloso misterio de amor. La Iglesia fue descubriéndolo poco a poco, al andar de los tiempos. Hubieron de transcurrir siglos hasta que fuera definido como dogma de fe. Y no es extraño, porque Dios lo reveló obscuramente, y ello en dos momentos decisivos de la historia del mundo y en dos instantes extremos de la vida de Cristo. Y los hombres somos lentos en comprender, en descifrar el íntimo significado de las cosas. 

En los albores de la creación, luego que Adán pecó seducido por Eva, arrastrándonos a todo al misterio de tristeza, al pecado, quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza: una mujer llevaría en brazos al hombre que había de quebrantar la cabeza de la serpiente; una mujer quedaria íntimamente asociada al Redentor en una lucha que habia de terminar con la derrota satánica. Si el demonio engañó al hombre por la mujer, la mujer debelaría al demonio por el hombre y con el hombre. 

No era ya noche, sino que comenzaban los levantes de la aurora, la plenitud de los tiempos, cuando el ángel se acercó a una virgen de Nazaret, en Galilea, y le dijo: "Alégrate, la llena de gracia, el Señor es contigo". 

Dijo Dios a la serpiente: "Pondré enemistades entre Ella y tú". Y ahora el ángel, como un eco, penetrando en el alma de Maria a través de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es tan obscuro todo esto! Apenas si luego se podía comprender más, cuando vino Cristo al mundo y la Revelación se hizo palpable. Los primeros hombres que le contemplaron fueron pastores rudos. Le vieron en una gruta, recién nacido, clavel caído del seno de la aurora, glorificando las pobres briznas de heno, cual rezó Góngora en su delicioso villancico, Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos de un asombro sencillo y elemental. Estaba en brazos de Ella, Madre de Dios. circundada por un halo de celestial ternura. 

Otro día las pajas del heno se habían transformado ya en leños duros y clavos atormentadores. Los labios de Él bebían sangre, sudor y lágrimas en lugar de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba de pie, sufriendo, rodeada por un velo negro de severo dolor: la nueva Eva, la compañera del Redentor, la Corredentora. Y así la contemplaban discípulos acobardados, soldados indiferentes, chusma. 

Madre de Dios, Corredentora... Las mentes de los Santos Padres primero, de los teólogos medievales después, fueron desentrañando el significado de tales palabras. Comprendieron el llena de gracia a la luz del pesebre y el pondré enemistades al fulgor del Calvario. fueron comprendiendo que la dignidad de Madre de Dios está reñida con todo pecado; que su oficio de corredentora exige la inmunidad de la mancha original, a fin de poder merecer dignamente, con su Hijo, liberarnos de la culpa. Todavía hoy siguen estudiando los teólogos el abismo de pureza que es la concepción de Maria, y, al analizar sus raíces y su contenido, renuevan la escena de Belén; asombro y más asombro ante la profundidad del misterio. 

Cuando la Iglesia tuvo plena, formal, explícita conciencia de que la limpia concepción de María era doctrina contenida en la Revelación y, por tanto, objeto de fe, pasó a definirla como tal. Y nos dijo Pío IX: "La doctrina que afirma que la Virgen, en el primer instante de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha del pecado de origen por una singularísima gracia y privilegio de la omnipotencia divina y en atención a los méritos del Redentor del género humano, es doctrina revelada y ha de ser así creída por los cristianos". 

Así, con toda la densidad de concepto—cada palabra encierra una indispensable idea—, con toda la sobriedad de estilo—dureza y linea escueta—propias de una definición dogmática, venía el Papa a enseñarnos que la Inmaculada Concepción es un misterio de amor. Porque no sólo nos definió que la Virgen fue preservada del pecado de origen, sino que lo fue por los méritos de la pasión de Jesús. 

Para llegar a entender plenamente estas palabras con toda la preñez de sentido histórico que contienen, sería menester remontarnos a los principios de las disputas teológicas sobre la Inmaculada: fuera necesario desempolvar infolios sin término, recorrer e] proceso de las ideas que fueron a desembocar en el cuadro justo de la definición dogmática. Porque si bien el sentimiento del pueblo cristiano proclamaba fuertemente la inocencia de la Madre de Dios, si a todos era manifiesta la conveniencia de atribuir a María tal privilegio, los teólogos, que representan en la Iglesia el papel de la razón, a la que corresponde la a veces enojosa tarea de frenar impulsos sentimentales carentes de fundamento objetivo, de medir críticamente los motivos de asentimiento a una cualquier doctrina o los de su repulsa, los teólogos no sabían cómo conciliar dos cosas aparentemente contradictorias: la gloria de Cristo y la pureza de su Madre. 

Estaban claros los términos del problema: Cristo es redentor del género humano, su gloria brota de la cruz. Cristo nos amó en cruz y las flores de su amor son rosas de pasión. El influjo de Cristo sobre todos los hombres se realiza implicado en el misterio de iniquidad: sufrió por salvarnos de la culpa y merecernos la gracia; su acción santificante viene precedida y condicionada por la previa remisión del pecado. Si Maria fue siempre pura, si no lo contrajo, Cristo no sufrió por Ella. Si no sufrió por Ella, la rosa más hermosa de la humanidad escapa del rosal de su pasión, del riego generoso de su sangre. Ni el influjo santificador de Cristo se extiende a su Madre, ni es Redentor universal del genero humano al sustraérsele la bendita entre las mujeres. 

¡Gloria de Cristo!... ¡Pureza de María... 

Claro que todas estas cosas, en apariencia distantes, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, el ser y la nada, la bondad y el pecado, la fuerza y la flaqueza, se unen siempre por un aglutinante de ilimitada potencia: el amor. 

Cuando Duns Escoto formula la definitiva solución del problema lo hace con trazos sencillos. Podría resumirse así: es más glorioso para Cristo preservar a María que extraerla del pecado; sufrir en la cruz para evitar que contrajese la culpa que no para limpiarla después de manchada, pues ello encierra un beneficio mucho mayor. Los escolásticos, ya lo sabemos, no eran amigos de ciertos aspectos sentimentales del querer y no prodigan la palabra "amor", sino que se atienen a describirlo con macizos conceptos, a desentrañar su esencia. Tenían que venir los Pontífices a Aviñón y esparcirse por Europa el gusto de lo provenzal; tenía que venir Lulio a escribir teología y filosofía en forma de novela, de poema, de apólogo. Las fórmulas escuetas se llenarían de colorido y de sentimiento palpitante, se describirían los amores divinos con palabras entrañablemente humanas, hasta que el barroco, rebasando toda medida y pisando los umbrales de la irreverencia, no se hiciera de melindres al comparar a la Virgen con Venus o Juno y a Jesucristo con un fiero Marte o un Cupido travieso. 

La Inmaculada Concepción de María es una obra de perfecto amor, una perfecta glorificación de Cristo. 

La preservó del pecado porque la amó más que a nosotros, a Ella, bendita entre las mujeres. 

Pero vamos más allá. El hecho de la preservación de la culpa es sólo uno de los aspectos de la gracia inicial de la Virgen. Ya en aquel momento era un abismo de belleza. Como decía Pío IX, la Virgen fue "toda pura, toda sin mancha y como el ideal de la pureza y la hermosura: más hermosa que la hermosura, más bella que la belleza, más santa que la santidad y sola santa, y purisima en cuerpo y alma, la cual superó toda integridad y virginidad y Ella sola fue toda hecha domicilio de todas las gracias del Espíritu Santo y que, a excepción de sólo Dios, fue superior a todos, más bella, santa y hermosa por naturaleza que los mismos querubines y serafines y todo el ejército de los ángeles, para cuyas alabanzas no son en manera alguna suficientes las lenguas celestes y terrenas". La gracia es belleza: participación de la naturaleza divina, del ser de Dios, quien es la belleza por esencia, y la pureza, y la santidad, y la ternura, y el goce. En el instante de su concepción recibió María una gracia superior a la de todos los santos, querubines y serafines; participó de la belleza, de la pureza, de la santidad divinas, como a ninguna otra criatura ha sido dado, excepción hecha de Cristo. 

Murió Jesucristo en la cruz no solamente para preservarla de la culpa, sino para darla toda la gracia y la hermosura de que era capaz, para hacer de Ella la perfecta mujer. La amó, se dio a Ella en el dolor para hacer de Ella perfecta Madre, la perfecta compañera en la obra redentora. La Concepción Inmaculada de Maria no es, en resumen, sino la flor de un dolorido amor, dolor de amor en flor. 

La doctrina inmaculista sobrepasa en belleza a toda consideración humana. El amor y la hermosura alcanzan cumbres no logradas por Platón ni por el Renacimiento, ni mucho menos por los vacios estetas de nuestro inconsistente mundo actual. La mayor gloria de Cristo se cifra en la belleza espiritual de una mujer—madre y compañera—. Su sangre dió fruto perfecto al injertarse en las venas de la raza humana, en una mujer. Cristo, en una palabra, nos ensefió cómo se ama a la mujer. 

La mujer no es para el hombre, discípulo de Cristo, solamente una compañera en el oficio de procrear y de educar los hijos, o en la tarea de llevar serena y acompasadamente las cargas de la vida. Mucho menos es un objeto de placer egoísta. La mujer es un objeto de amor, pero de un amor tal y como lo entendió Cristo. 

Nos enseñó Cristo que amar es darse. Vino al mundo para darnos la gracia, pero nos la dió de su plenitud: a comunicarnos lo que Él era. Hijo de Dios, vino a darnos una participación de su filiación divina. Dios hecho carne, vino a divinizar la carne nuestra. Estábamos en pecado, carentes de gracia y de hermosura, llenos de horror y fealdad, y vino a regalarnos de la suprema belleza que es Él. 

Y a María en sumo grado. Fue divinamente bella en intensidad—más que toda criatura—y en extensión temporal, siempre, siempre limpia, sin que en momento alguno fuese manchada. 

Pero este darse se realiza en cruz. Se abren los brazos y se abre el corazón, mas los brazos quedan prendidos por los clavos y el corazón es rasgado por una lanza. Después de la culpa es ley que el amor florezca en dolor; que el darse cueste dolor: que el darse entrañe sacrificio. Antes del pecado era goce, reflejo del goce inefable inherente a ese darse continuo que constituye la vida interna de la Santísima Trinidad. Luego del pecado, la entrega del hombre a las criaturas para comunicarles algo de su perfección interna mediante el trabajo cuesta sudor de la frente. La mutua entrega del hombre y la mujer sólo fructifica a través del dolor. 

Cristo pudo comunicarse a nosotros, darse, en goce. Pudo redimirnos con un solo acto de su voluntad, pero quiso ser igual a nosotros, obedeciendo a la ley del amor, que es asimilativa: quiso experimentar hasta lo sumo lo que nos cuesta a nosotros amar de veras—sufrir, morir—: quiso beber hasta las heces el cáliz del verdadero amor. Y el fruto acabado de tal dolorido amor fue la mujer perfecta. Se entregó a Ella en dolor no solamente para salvarla de la culpa, sino para preservarla, para darle una pureza y una santidad totales. 

Y éste es, sencillamente, el paradigma. Cuando el Espíritu Santo quiere enseñar a los hombres cómo deben amar a las mujeres, inspira a San Pablo aquellas palabras: "... como también Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella, para santificarla..., a fin de hacerla aparecer ante sí gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada". Nosotros podemos concretar esta doctrina en la Santísima Virgen, dándole una novedad y profundidad de sentido de extraordinario valor. Dado que la Virgen María es prototipo de la Iglesia, podríamos decir: Amad a la mujer como Cristo amó a María, sacrificándose por Ella para que fuese gloriosamente santa e inmaculada en su presencia, para que careciese de toda mancha y fealdad en el espíritu. El hombre ha de entregarse a la mujer y por la mujer, no para satisfacer deseos de un placer cualquiera, sino para glorificarla en su presencia dándole pureza, para elevar su espíritu, para hacerla santa. 

La mujer es para el hombre, ante todo, un contenido de valores espirituales a perfeccionar mediante la entrega. Esta entrega se hará muchas veces en cruz. El amor sólo florece en sacrificio: sacrificio de renuncia al placer siempre que éste amenace con arrastrar a la culpa, con ahogar al espíritu; sacrificio de la tolerancia hacia las debilidades del vaso más flaco, de la comprensión hacia sus exigencias intimas: del respeto por la que es compañera y no sierva en las luchas de la vida y posee un alma bañada en la sangre de un Dios. Ir comunicando—amorosamente, sacrificadamente, cotidianamente—a la mujer la plenitud de valores que puede encerrarse en los sueños de un hombre. Sacrificarse por ella hasta conseguir que llegue a ser lo que se sueña que sea. 

Y el ideal de la mujer, María. Aspire la mujer a parecerse a Ella en la plenitud de la pureza y de la gracia. Si las mujeres se esfuerzan por reflejar en si mismas el ideal de María, sus almas rebosarán de gracia y santidad. Y en sus cuerpos morará el pudor y sabrán de la gracia inédita de la virgen cristiana, que tanto encierra de flor, de trino, de nieve, de rayo de luna. Y otra vez la hermosura casta florecerá en la tierra y el amor humano volverá a comprender su misión primitiva de conducir a los hombres a Dios, 

Sueñe el hombre a la mujer que Dios le depare cual otra María. Si los hombres se dejan invadir por el hálito divino que irradia la figura de María, si la graban fuertemente en su corazón, si comprenden que Ella es la Mujer, la bendita entre las mujeres, el prototipo de lo femenino, verán cómo su luz ilumina y transforma las figuras de todas las mujeres—las madres, las novias, las esposas, las hijas—, las idealiza, las endiosa. Y entonces el hombre tendrá fuerza para sacrificarse por la mujer como Cristo se sacrificó por María, hasta hacerla aparecer gloriosa de inocencia, de santidad, de fecundidad espiritual. 

La Inmaculada Concepción no es solamente una gloria de María. Se ha convertido para nosotros en ejemplo, en poema, en canto de belleza. Nos ha descubierto lo que tiene de perfecto, de grande, de sublime, el humano amor. Nos ha desvelado el secreto de amar. 

PEDRO DE ALCÁNTARA MARTÍNEZ, O. F. M.