lunes, 30 de mayo de 2011

REFLEXION SOBRE EL ESPIRITU SANTO EN LA VISITACION DE MARIA A SANTA ISABEL


El Espíritu Santo en la Visitación.

SS Juan Pablo II
Queridos hermanos y hermanas:

1. La verdad acerca del Espíritu Santo aparece claramente en los textos evangélicos que describen algunos momentos de la vida y de la misión de Cristo. Ya nos hemos detenido a reflexionar sobre la concepción virginal por obra del Espíritu Santo. Hay otras páginas en el “evangelio de la infancia” en las que conviene fijar nuestra atención, porque en ellas se pone de relieve de modo especial la acción del Espíritu Santo.

Una de estas es seguramente la página en que el evangelista Lucas narra la visita de María a Isabel. Leemos que “en aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá” (Lc 1, 39). Por lo general se cree que se trata de la localidad de Ain-Karim, a 6 kilómetros al oeste de Jerusalén. María acude allí para estar al lado de su pariente Isabel, mayor que ella. Acude después de la Anunciación, de la que la visitación resulta casi un complemento. En efecto, el ángel había dicho a María: “Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril porque ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1, 36-37).

María se puso en camino “con prontitud” para dirigirse a la casa de Isabel, ciertamente por una necesidad del corazón, para prestarle un servicio afectuoso, como de hermana, en aquellos meses de avanzado embarazo. En su espíritu sensible y gentil florece el sentimiento de la solidaridad femenina, característico de esa circunstancia. Pero sobre ese fondo psicológico se inserta probablemente la experiencia de una especial comunión establecida entre ella e Isabel con el anuncio del ángel: el hijo que esperaba Isabel será precursor de Jesús y el que lo bautizará en el Jordán.

2. Gracias a esa comunión de espíritu se explica por qué el evangelista Lucas se apresura a poner de relieve la acción del Espíritu Santo en el encuentro de las dos futuras madres: María “entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo” (Lc 1, 40-41). Esta acción del Espíritu Santo, experimentada por Isabel de modo particularmente profundo en el momento del encuentro con María, está en relación con el misterioso destino del hijo que lleva en su seno. Ya el padre del niño, Zacarías, al recibir el anuncio del nacimiento de su hijo durante su servicio sacerdotal en el templo, escuchó que el ángel le decía: “Estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15). En el momento de la visitación, cuando María cruza el umbral de la casa de Isabel (y juntamente con ella lo cruza también Aquel que ya es el “fruto de su seno”), Isabel experimenta de modo sensible aquella presencia del Espíritu Santo. Ella misma lo atestigua en el saludo que dirige a la joven madre que llega a visitarla.

3. En efecto, según el evangelio de Lucas, Isabel “exclamando con gran voz, dijo: ‘Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!’” (Lc 1, 42-45).

En pocas líneas el evangelista nos da a conocer el estremecimiento de Isabel, el salto de gozo del niño en su seno, la intuición, al menos confusa, de la identidad mesiánica del niño que María lleva en su seno, y el reconocimiento de la fe de María en la revelación que le hizo el Señor. Lucas usa desde esta página el título divino de “Señor” no sólo para hablar de Dios que revela y promete (“Las palabras del Señor”), sino también del hijo de María, Jesús, a quien el Nuevo Testamento atribuye ese título sobre todo una vez resucitado (cf. Hch 2, 36; Flp 2, 11). Aquí él debe aún nacer. Pero Isabel, igual que María, percibe su grandeza mesiánica.

4. Eso significa que Isabel, “llena de Espíritu Santo”, es introducida en las profundidades del misterio de la venida del Mesías. El Espíritu Santo obra en ella esta particular iluminación, que encuentra expresión en el saludo dirigido a María. Isabel habla como si hubiese sido partícipe y testigo de la Anunciación en Nazaret. Define con sus palabras la esencia misma del misterio que en aquel momento se realizó en María. Al decir “¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”, llama “mi Señor” al niño que María (desde hacía poco) lleva en su seno. Y además proclama a María misma “bendita entre las mujeres”, y añade: “Feliz la que ha creído”, como queriendo aludir a la actitud y al comportamiento de la esclava del Señor, que responde al ángel con su “fiat”: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

5. El texto de Lucas manifiesta su convicción de que tanto en María como en Isabel actúa el Espíritu Santo, que las ilumina e inspira. Así como el Espíritu hizo percibir a María el misterio de la maternidad mesiánica realizada en la virginidad, de la misma manera da a Isabel la capacidad de descubrir a Aquel que María lleva en su seno y lo que María está llamada a ser en la economía de la salvación: la “Madre del Señor”. Y le da el transporte interior que la impulsa a proclamar ese descubrimiento “con gran voz” (Lc 1, 42), con aquel entusiasmo y aquella alegría que son también fruto del Espíritu Santo. La madre del futuro predicador y bautizador del Jordán atribuye ese gozo al niño que desde hace seis meses lleva en su seno: “saltó de gozo el niño en mi seno”. Pero tanto el hijo como la madre se encuentran unidos en una especie de simbiosis espiritual, por la que el júbilo del niño casi contagia a la que lo concibió, e Isabel lanza aquel grito con el que expresa el gozo que la une a su hijo en lo más íntimo, como atestigua Lucas.

6. Siempre según la narración de Lucas, del alma de María brota un canto de júbilo, el Magnificat, en el que también ella expresa su alegría: “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Educada como estaba en el culto de la palabra de Dios, conocida mediante la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura, María en aquel momento sintió que subían de lo más hondo de su alma los versos del cántico de Ana, madre de Samuel (cf. 1 S 2, 1-10) y de otros pasajes del Antiguo Testamento, para dar expresión a los sentimientos de la “hija de Sión”, que en ella encontraba la más alta realización. Y eso lo comprendió muy bien el evangelista Lucas gracias a las confidencias que directa o indirectamente recibió de María. Entre estas confidencias debió de estar la de la alegría que unió a las dos madres en aquel encuentro, como fruto del amor que vibraba en sus corazones. Se trataba del Espíritu-Amor trinitario, que se revelaba en los umbrales de la “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), inaugurada en el misterio de la encarnación del Verbo. Ya en aquel feliz momento se realizaba lo que Pablo diría después: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Ga 5, 22).


Audiencia General del miércoles 13 de junio de 1990

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